sábado, 4 de octubre de 2008

MORIR SIN TENER QUE MORIR

En medio del gentío y una tarde ligera de primavera, parecía que las nubes empezaban a cargarse mostrando un cielo oscuro vetusto cargado de melancolías.
La muerte marchaba ante mis ojos y la vida, también.

La familia Sandoval acompañaba el féretro entre llanto y resignación, personificaban el proceso de la muerte. Al mismo tiempo junto a ellos, el brote de la vida transitaba. Era pues, la prolongación de su generación- niños que salpicaban de color y alegría al conjunto fúnebre vestido de luto.

Era primero de octubre del 2008, y Carmen Rosa Sandoval estaba a punto de adentrarse en la culminación de la muerte y formar parte del mausoleo de los recuerdos. En tanto, frente a mis ojos se enarbolaba una fotografía que enmarcaba el límite entre quienes entienden la muerte como un proceso irreversible/natural y aquellos que se niegan a la muerte y se aferran a la vida.

Por un lado estaba yo, perteneciente a los bichos raros, quienes no ponían en vitrina su dolor, pues no éramos capaces si quiere de gimotear, menos aún sufrir un shock nervioso que nos llevase al desmayo.

La marciana del velorio, sin embargo, traducía el impactante cuadro que tenía en frente. Los recuerdos de la Huesha -como solíamos llamar a la abuelita- se desdibujaban a medida que la nueva experiencia traumática se fijaba en manchas indelebles en mi mente. Pues, aquella viejita; locuaz, testaruda y simpática pasaba a ser una evocación lúgubre y doliente.


Alrededor del cajón, mezclados se encontraban: los impávidos y ardilosos. Lucía perteneciente al segundo grupo, casi atada al ataúd trataba de impedir la finiquitación del ritual. Sollozando clamaba:

- ¡Mamá, mamita, no nos dejes! ¡ay, mi Rosita! decía la mayor de las nietas.

En tanto, Carmela, prima de Lucía que se hallaba más calmada, entre lamentos intentaba arrancarla de su obstinación.

- ¡Comadrita ya déjala ir¡ ¡ay nuestra mamacita se nos va, que descanse en paz. Déjala , déjala¡


Paralelamente, en el extremo izquierdo de la misma composición, se encontraban los niños, la otra cara de aquella realidad. Las criaturas sin entender qué ocurría, jugaban libremente en el cementerio, pues su inocencia les proporcionaba la capacidad de fluir sin remordimiento alguno. Para ellos, las lápidas de imágenes religiosas-ángeles, crucifijos, cristos y vírgenes- eran formas curiosas que provocaban su atención.

Finalmente, en medio de la mirada curiosa de los niños frente a un hecho para ellos incomprensible y la observación analítica y resignada de un adulto, llegó a su fin. Pues la tarde de aquella débil primavera de octubre, se esfumó ágilmente y el viento gélido nos orilló a retirar.

A mi abuela que no pude decir adiós

Música

En una canción inversa, revuelta; vuelco la miel de mi desencanto y aviva voz canto la balada de un selenita.
Es quizás mi instinto, luz blanca salvaje, que se enamora de la vaporosidad del viento entre mis manos y labios, y este irracional te amo.